Parece una cuestión retórica porque, al fin y al cabo, todas las personas acaban yendo al mercado para intentar satisfacer sus necesidades, actuando entonces como consumidores. Pero solo lo parece, porque bastaría con que reflexionáramos sobre la enorme distancia que a menudo media entre nuestras verdaderas necesidades y la satisfacción de las mismas que promete el mercado (o la Administración en el caso de los servicios públicos) para darnos cuenta de que el asunto tiene bastante calado.
Imaginemos, a modo de ejemplo, un mundo en el que los productos y servicios cumplieran exactamente la función para la que fueron concebidos y adquiridos. Dispositivos abrefácil que abran fácil, señales urbanas que señalen, sillas diseñadas para sentarse, estanterías sin tornillos imposibles ni llaves Allen, zapatos del 42 que nunca se agoten, libros de instrucciones que se entiendan, teléfonos móviles concebidos para llamar por teléfono, aparcamientos de dos plazas ¡que tengan espacio para dos plazas!, un único y sencillo mando a distancia para ver la televisión, activar el DVD y acceder a Internet, trenes que lleguen a la hora anunciada, supermercados en los que no haya que perder 15 minutos en la cola de salida, restaurantes acondicionados contra el ruido, sistemas de megafonía que permitan escuchar lo que se dice, parques infantiles ¡diseñados para los niños!, informativos de televisión que informen, o apartamentos "con vistas al mar" desde los que se vea el mar. Si tal mundo existiera ¿quién podría negar entonces que nuestra calidad de vida como personas daría un salto de gigante en la buena dirección, fuera cual fuera nuestra experiencia como consumidores?
< Prev | Próximo > |
---|